Soy de ese tipo de personas con una mente muy activa.

Para lo bueno, y para lo malo.

Cuando una idea positiva, una inspiración, aparece delante mía, mi cabeza empieza a darle vueltas y a desarrollar montones de posibilidades de aprovechamiento.

Pero cuando estoy preocupado, algo me inquieta, me ocurre exactamente lo mismo. Entro en bucle dándole vueltas y me cuesta mucho soltar ese peso.

Hacía tiempo que no tenía problemas para dormir por la noches, pero en los últimos días, algunas cosas, proyectos, previsiones que no han salido como esperaba, han conseguido romper mi calma y no dejarme dormir.

Sin embargo, como no soy de los que me resigno a estar mal, pensé que en los libros suele haber solución para casi todo. Y decidí leer «El hombre en busca de sentido» de Viktor Frankl, el psicólogo y neurólogo austriaco que narra sus días en los campos de concentración nazis.

Allí, la vida no tenía ningún valor para algunos. Los presos eran simples números, estadísticas, mano de obra. Vivían en condiciones extremas de frío, hambre y cansancio.

Verlo narrar como salían a trabajar a los campos nevados con los pies descalzos, alimentarse con un plato de sopa aguada al día, o vivir con la inquietud de no saber si mañana ibas a ser enviado a «las duchas», hace que todo tu cuerpo se retuerza sólo de imaginarlo.

Sólo aquellos que encontraban sentido a su vida, que tenían un porqué, tenían alguna posibilidad de vivir. El resto, no tenían otro final que la muerte.

Ayer, día de Reyes, organizamos una comida familiar en casa de mis padres dónde acudimos todos, incluido mi tío. Mi único tío, y que además es mi padrino.

Es ese tipo de personas que te contagian de alegría y positividad. Pero ayer, lo hizo desde un plano desde el que no nos tiene acostumbrados.

Es ingeniero técnico, y durante los trabajos de una obra en la que trabaja en Murcia allá por 1993, sufrió un terrible accidente. Un incendio en la obra del Restaurante Don Jamón le provocó quemaduras de segundo y tercer grado por todo su cuerpo.

Estuvo más de 90 días en la UCI. Las noticias que le trasladaban los médicos a mi abuela, a mi madre y a mi tía (por entonces su novia) eran cualquier cosa menos alentadoras. Al principio, les decían que las posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Posteriormente, era posible que viviera, pero podía quedarse ciego o tendrían que cortarle los dos brazos.

Fue realmente impactante verlo narrar como en los primeros días el dolor era tan intenso, incluso hasta arriba de morfina, que cuando pensaba que su cuerpo iba a estallar, acababa desmayándose. Como las duchas y las curas de las heridas, eran una tortura. O como tenía que estar durante horas tumbado desnudo, agarrado por manos y pies, tras las intervenciones de injertos de piel por todo el cuerpo.

Él, encontró un porqué para luchar por su vida, incluso cuando su cabeza le decía que lo mejor sería morir, acabar con ese sufrimiento.

Cuatro años estuvo de recuperación, de rehabilitación, llevando una mascara en la cara que pudiera estirar esa piel injertada, y con sesiones de fisioterapia (con descargas eléctricas incluidas) que le provocaban gritos que se escuchaban en todo el vecindario.

Hoy, está felizmente casado, tiene dos hijos, dos brazos y corre el km casi a 4:30.

Estas dos historias, que en nada se parecen, ni tienen relación, me han ayudado a reflexionar, a ver las cosas con perspectiva.

  • Teniendo un porqué, muy probablemente encontraré el cómo.
  • Cuando creo que un problema es el fin del mundo, conocer las vivencias de otros, con la entereza que las afrontan, me ayudan a relativizar.
  • Cuando la cabeza está a punto de rendirse, el cuerpo tiene una capacidad increíble de seguir luchando.

Sin duda, hoy, mis problemas, esos que eran tan graves, me parecen una mera anécdota con fácil solución.

Publicado por Toni Garcia

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